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Por Alberto Arenales

Barcelona, 2021.

Pasaje tomado de "Violencia del alma" (pp. 15-26, 2021), primer volumen de la

Colección de ensayos de Wolfgang Giegerich en castellano.

¡No hay verdadero pensamiento que no deje ver al mismo tiempo cómo hace camino!” (1) les decía Laplanche a sus estudiantes de psicoanálisis en sus ya famosos cursos impartidos en el collège francés. Y precisamente eso mismo encontramos en el pensamiento de Wolfgang Giegerich, una reflexión verdaderamente psicológica que va demorándose cuidadosamente en cada paso para desplegar una exposición que resulta tan lúcida, precisa y rigurosa que las ideas que habitan en su pensamiento se ofrecen como una mano abierta dispuesta a recorrer con nosotros su camino y a reflexionar con él. Tomémosla inmediatamente y empecemos.

Si nos detenemos, antes que nada, a prestar atención al título de este libro, Violencia del Alma, nos daremos cuenta que en su misma enunciación yacen agazapadas en su interior las ideas claves que distinguen el pensamiento de Wolfgang Giegerich. Lo primero que salta a la vista si nos fijamos en ello, es que el término violencia alude inequívocamente al alma. Aquí es el alma, y no el ser humano empírico y concreto, el que se advierte como agente actuante. Esto podría parecernos insólito pero Violencia del Alma es un título que ya presenta dentro de sí el acento singular de una perspectiva psicológica comprometida con la noción de psique objetiva.

Una de las mayores contribuciones de C.G. Jung fue insistir en una psicología con alma. Para Jung el alma era una realidad viviente y concreta. Al poner el alma en el centro de su visión y reflexión psicológica advierte que ésta pide ser escuchada en sus propios términos, no en los nuestros. El alma es autónoma. “...hay cosas de la psique que no provienen del yo, sino que se producen por sí mismas, tienen una vida propia.” (2) escribió Jung acerca de la realidad del alma.

Wolfgang Giegerich retoma y profundiza esta idea intuida por Jung y mediante un atento y cuidadoso análisis la despliega en toda su complejidad, precisando que el alma no puede ser apercibida ni atendida adecuadamente si permanecemos en el mismo estilo de consciencia con el que habitualmente manejamos los asuntos ordinarios de la realidad. Hacer psicología requiere adquirir un punto de vista verdaderamente psicológico sobre las cosas. No se accede a la realidad del alma mediante el entendimiento cotidiano del sentido común o la aséptica racionalidad de la ciencia empírica. El alma, precisa Giegerich, no es una parte o un componente del ser humano, no es algo dentro de nosotros ni una propiedad o cualidad nuestra. No hay tampoco un lugar místico llamado alma ni existe dentro nuestro como un factor biológico llamado psique. La actividad anímica es un proceso auto-suficiente, es el movimiento interior, viviente e implícito en cada fenómeno que se presenta.

Ya sea un sueño, un síntoma, un mito, una neurosis o bien una poesía tienen dentro de sí algo que decir, por sí mismos. Siguen una lógica interna propia, son expresión de sí mismos y reflejan su inherente interioridad, su alma. Ésta habla acerca de sí misma, no acerca de nosotros ni acerca de nuestras ideas y sentimientos. El verdadero sujeto de la vida psicológica no es el individuo sino el logos viviente en cada fenómeno. La vida lógica del alma (3), es la bella expresión que utiliza Wolfgang Giegerich para referirse a sus procesos y dinámicas.

Abriéndonos a una comprensión completamente nueva y sorprendente de la vida lógica de ciertos fenómenos, también en Violencia del Alma se deja entrever la profundidad y el alcance de la diferencia psicológica, la otra idea fundamental que vertebra el pensamiento de Wolfgang Giegerich que, de forma muy sucinta, resumiremos como el horizonte de comprensión necesario para poder diferenciar entre ver un fenómeno “desde el punto de vista del ego” y ver el mismo fenómeno “desde el punto de vista del alma”.

De hecho, otra cosa que debe llamarnos la atención del título Violencia del Alma es que rompe la idea firmemente consolidada de que el alma, como realidad psicológica, es agradable y dulce, además de moralmente buena, bella y verdadera (no en el sentido filosófico, sino en la expresión coloquial y personalista de tener buenas intenciones, deseos o voluntad), hecho que refleja cómo se proyecta en el alma una imagen narcisísticamente distorsionada. Y en especial en determinados contextos psicológicos donde se privilegia una visión del alma tan sólo de cualidades positivas y benéficas, incluso filantrópicas, cuando no ya directamente investida de cierta aura “espiritual” dotada además de propiedades terapéuticas y sanadoras. El título Violencia del Alma, deshace esta percepción idealizante, inocente y edulcorada con la que a lo largo de la historia se ha querido proyectar en esta noción los más altos principios, anhelos y aspiraciones humanas.

Hasta tal punto está arraigada esta imagen de que en el fondo el alma humana es por naturaleza bondadosa que cuando se cometen actos violentos, los seres humanos tratamos a menudo de desentendernos de ellos y con tal de no asumir la autoría, terminamos por convencernos de que la violencia, de hecho, no forma parte de nuestra más íntima realidad anímica. En la antigüedad por ejemplo, la voluntad de los mortales se sometía al influjo de divinidades sagradas y como nos cuenta Eurípides en su tragedia, poseídas por Dionisos, las Bacantes (4) se entregaban a despedazar vivos atrozmente tanto animales como seres humanos. Y si en el medievo, cometer actos violentos condenaba el alma a penar en el purgatorio un tiempo, era precisamente para restaurar su originaria inocencia, pues a fin de cuentas resultaban ser fuerzas demoníacas las verdaderas culpables e instigadoras de desviaciones tan perniciosas. Los pecados, eran al fin y al cabo eso, desviaciones de la carne, esa morada favorita del Diablo y nunca del alma, ésta se mantenía en esencia siempre pura, inocente y beata. Si todavía resonaba en el cristianismo el viejo adagio —sôma sêma— platónico, que reducía el cuerpo a ser nada más que la prisión corruptible de las más elevadas aspiraciones del alma, encontramos muy parecida la idea de la reencarnación en Oriente. Según esta, la ley del karma obliga a pagar la deuda de las malas acciones humanas y es necesario alcanzar cierto estado transcendente. Una vez logrado, libre ya de todo deseo, sufrimiento y conciencia individual parece establecerse una suerte de continuidad de “mente muy sutil” (5) que no cesa nunca y que de vida en vida transmigra límpida y luminosa.

Ciertamente los neoplatónicos fueron muchísimo más lejos e imaginaron que la belleza del cuerpo manifiesta palpablemente la misma belleza del alma, incluso llegaron a considerar que existía un orden cósmico con el que el alma individual armonizaba con la universal, el Anima Mundi. El Alma del Mundo encarnaba la resplandeciente conciencia que aguardaba al hombre en su evolución espiritual. Esta idea, tuvo una influencia tan poderosa que contagió incluso la visión cristiana de San Agustín (6), que sostuvo que tanto el cuerpo como el alma eran igualmente buenos, ni siquiera el pecado original introducía una maldad, sino un desorden global tanto en el cuerpo como en las facultades del alma. En consecuencia, se convirtió en deber del hombre restaurar de nuevo la armonía y el equilibrio mediante el dominio recto del pensamiento y de la voluntad. La violencia, reducida entonces a una especie de “trastorno del comportamiento”, pasó a ser mera contingencia capaz de ser corregida gracias al iluminismo de la razón, y la vieja idea de que el hombre seguía siendo en el fondo un ser inocente y bondadoso cuajó otra vez bajo los nuevos ropajes de la modernidad.

Ésta, que saludó con entusiasmo la Revolución Francesa, fascinada por llevar a la práctica la idea de uno de sus padres fundadores, Rosseau afirmó que “el hombre es bueno por naturaleza” (7) y nace en una suerte de primitiva inocencia. El buen salvaje, que era bueno y empático, sentía una inclinación natural hacia la concordia y la paz hasta que la cultura trajo consigo la competencia, la envidia y la agresividad. Sería pues el retorno al “estado de naturaleza” el antídoto que nos libraría por fin de la cruel violencia que los humanos hemos adquirido por culpa del desarrollo cultural. Regresar al paraíso donde juntos morarán de nuevo el lobo y el cordero (...) y un niño los pastoreará (8),será ahora la tarea del citoyenle poble et la nation que encarnaran a partir de ese momento las facultades y potencias que antaño, el alma lo había sido para la religión. En cuanto a la violencia, con frecuencia se tiende a olvidar que el efecto de implementar tan ilustres ideas fuera la invención de la guillotina seguido del establecimiento del primer régimen totalitario moderno, imponiéndose el terror y el genocidio sistemático de la población. Que la memoria colectiva sobre la historia y el legado de una Revolución presentada como romántica y prístina, goce todavía hoy de muy buena imagen y bello prestigio, debe resultarnos cuando menos curioso.